"Calladitas nos vemos más bonitas". Qué manera tan eficiente de reducirnos a ornamento. De recordarnos, con falsa cortesía, que nuestra voz es un exceso, un estorbo, una amenaza. ¿Pero bonitas para quién? ¿Para qué mirada? ¿Para qué orden?
Esa frase ha sido una estrategia de dominación. Nos hicieron creer que el silencio femenino era una virtud, que hablar mucho era impropio, que opinar era peligroso. Pero hay algo que este sistema no calculó: que cuando nosotras abrimos la boca, no solo hablamos, trenzamos, denunciamos, reivindicamos, soñamos y tejemos futuro.
Sí, a veces somos más vocales que los hombres. Porque hemos tenido que serlo. Porque aprendimos que la única forma de preservar lo que amamos, de construir comunidad, de sobrevivir y avanzar, es hablando. Nuestra voz no es solo una forma de expresión: es una forma de habitar el pensamiento.
En El infinito en un junco, Irene Vallejo recuerda cómo las mujeres, durante siglos, tejimos mientras contábamos historias. Esas metáforas que usamos –el hilo de la historia, la trama del relato, bordar un discurso– no son casuales. Son nuestra herencia: la de aquellas tejedoras de relatos que hablaban mientras hilaban, que narraban mientras cosían. "Escribo para que no se rompa el hilo de su voz", confiesa Vallejo. Y ese hilo sigue vivo. Hoy lo trenzamos en juntas directivas, lo bordamos en informes anuales, lo hilvanamos en foros económicos, lo zurcimos en debates parlamentarios.
Hablar no es solo comunicar: es aliviar, comprender, imaginar y construir nuevas visiones del mundo. Nuestro lenguaje –íntimo, reflexivo, circular– no busca imponer, busca conectar. Cuando conversamos, hacemos comunidad. Cuando escuchamos, creamos confianza. Y cuando compartimos lo que sabemos, multiplicamos posibilidades.
¿Nos hemos preguntado lo suficiente qué estamos diciendo cuando llegamos a los espacios de poder? Cuando tomamos la palabra desde nuestra diferencia, desde nuestra experiencia, desde nuestros códigos y símbolos, no venimos a repetir los moldes masculinos. Venimos a cuestionarlos, a reescribirlos.
Hoy queremos ser escuchadas, no por capricho, sino porque nuestra voz trae consigo prioridades distintas, urgencias reales, narrativas más humanas.
Como advierte Chimamanda Ngozi Adichie: "El problema del género es que prescribe cómo debemos ser en lugar de reconocer cómo somos". Por eso, cuando hablamos, hacemos política. Porque nuestras palabras no encajan en lo esperado. Y al no encajar, revelan que no vinimos a someternos al sistema: vinimos a transformarlo.
Y esa transformación no es simbólica, es concreta. Las cifras lo demuestran:
- Tomamos el 80 % de las decisiones de salud en nuestros hogares.
- Gastamos un 18 % más que los hombres en atención médica.
- Invertimos nuestros ahorros en educación, salud y alimentación, mientras ellos tienden a hacerlo en propiedades o vehículos.
- Cada año adicional de educación para una niña puede aumentar sus ingresos futuros entre un 10 % y un 20 %.
- Ya superamos a los hombres en educación superior en países como Estados Unidos, obteniendo el 62 % de los títulos de maestría.
Por eso, para nosotras, conversar no es solo acompañar. Conversar también es redistribuir el poder. Cuando hablamos, lo importante cambia de lugar: las decisiones dejan de girar en torno al capital y empiezan a girar en torno al cuidado, la empatía, la vida misma.
Calladitas no movemos el mundo. Calladitas no construimos sociedad. Calladitas no cambiamos nada.
Hoy queremos ser escuchadas, no por capricho, sino porque nuestra voz trae consigo prioridades distintas, urgencias reales, narrativas más humanas. Porque el mundo que necesitamos no se puede construir sin nosotras.
Nuestra voz no interrumpe el tejido: lo trenza distinto.
* Fundadora y CEO de humind.co, agencia de publicidad y productora audiovisual.