La escritura y la cocina son oficios semejantes: en ambos arrancamos con un espacio vacío –un caldero en el fogón o una página en blanco– del que se despliega un universo de posibilidades al que le añadimos ingredientes o palabras que condimentan. En los dos somos autores, combinamos técnica, criterio, sentimientos, espontaneidad, sazón, ritmo y buen juicio, hasta lograr algo único que comunica, que narra, emociona y perdura.
Pienso en Marguerite Duras y Marguerite Yourcenar, dos escritoras que bebieron de la cocina para alimentar su escritura. Duras, autora de El amante, cocinaba con intuición, como su escritura: un acto sensorial y emocional. En La vida material confesó: “¿Quieren saber por qué cocino? Porque me encanta… Es el lugar más antinómico a la escritura, pero se vive la misma soledad creativa…”. Esos apuntes se convirtieron en La cocina de Marguerite Duras, su libro de recetas. Yourcenar, autora de Memorias de Adriano, veía en la cocina un acto de contemplación y entrega. En su refugio, Petite Plaisance, cultivaba un huerto y creía que pelar un ajo y escribir un párrafo requerían la misma disciplina. Su pasión por la cocina y la literatura se revela en La mano de Marguerite Yourcenar, una biografía que la muestra desde una perspectiva íntima, explorando sus recetas, ingredientes y rituales alimenticios.
Cocinar y escribir me han enseñado lo mismo: que crear es un acto de entrega, un proceso que se construye entre aciertos y errores. Yo cocino los textos como guisos sustanciosos: elijo las palabras con el mismo cuidado con el que escojo un buen ingrediente, infusiono emociones, dejo que la idea repose y siempre pruebo antes de servir. Porque si no conmueve, si no tiene sabor, no está listo.
Mi proceso creativo tiene días en los que las palabras se cocinan a fuego lento, y otros en los que no encuentro el gusto exacto. Leo y releo cada texto como quien prueba un caldo, ajustando la sazón. Pero cuando las palabras no fluyen, la desazón me obliga a empezar de nuevo, entonces respiro, tacho, ajusto el punto de sal o de pausa. Prender el fuego interno es parte del proceso. Y como en la cocina, el tiempo es esencial: hay que dejar que la idea fermente, que los pensamientos se marinen, que el ritmo encuentre su punto de cocción.
Mis textos son como recetas llenos de matices. Hay palabras amargas, picantes, dulces, exóticas, crudas, sofisticadas. Otras enigmáticas, fuertes y hasta hostigantes. Quiero que quien me lea saboree mis emociones y pensamientos. Que lo que entrego –en un texto o en un plato– tenga sentido, alma, gusto, memoria. Que cada frase lleve ese tris de pimienta que no se nota, pero que transforma. Amor, pasión y honestidad: los ingredientes que no pueden faltar.
Duras y Yourcenar, con sus sabores literarios y recetas escritas, me recuerdan que escribir y cocinar son ofrendas. No se trata de llenar de ingredientes o palabras innecesarias, sino de encontrar en cada gesto el ritmo y la verdad que alimentan tanto al cuerpo como al alma. Buen provecho.
Margarita Bernal
Para EL TIEMPO